Venga a nosotras tu reino
En esta casa sin hombres no conocemos los privilegios del libre albedrío. Las tareas se dividen democráticamente en el calendario. No hay espacio para cambios ni discusiones; a todas nos toca sudar la supervivencia. Nos dejamos crecer los bigotes y desarrollamos músculos nuevos para sobrellevar la carga. Nos vestimos con pantalón y chaqueta para competir de una a uno sin sacarle ventaja al escote. Con voz grave contestamos el teléfono, para que nos respeten y teman. Las camas amanecen frías, el himen permanece intacto, aunque la sangre aflore en los colchones. Ellos desertaron nuestra causa, batallas más importantes les ocupan: nuestra guerra es sólo de hombres, no hay cabida para faldas. El padre desapareció sin dejar señas, el hijo hizo del camino su doctrina, donde doce hombres lo siguieron para luego reclutar otros doce, y esos doce otros cien, y esos cien, miles más, hasta dejar los hogares vacíos de barbas. En todas las casas sin hombres, manos solitarias encienden velas en altares ofrendados a sus hombres pródigos, e invocan una dispensa divina para el boleto de entrada al reino de sus cielos.